Relato #7 EL GRANJERO QUE SABÍA DE NUMEROS

Para los que calculan mucho y hacen poco

“Érase una vez, de entre todos los pueblos que Nasrudín visitó en sus viajes, uno que era especialmente famoso porque a sus habitantes se les daban muy bien los números. Nasrudín encontró alojamiento en la casa de un granjero.

A la mañana siguiente, se dio cuenta de que el pueblo no tenía pozo. Cada mañana, alguien de cada familia del pueblo cargaba uno o dos burros con garrafas vacías y se iban a un riachuelo que estaba a una hora de camino, llenaban las garrafas y las traían de vuelta al pueblo, lo que les llevaba otra hora más.

– ¿No sería mejor si tuvierais agua en el pueblo?, – preguntó Nasrudín al granjero de la casa en la que se alojaba

– ¡Por supuesto que sería mucho mejor!, – dijo el granjero. – El agua me cuesta cada día dos horas de trabajo para un burro y un chico que lleva el burro. Eso hace al año mil cuatrocientas sesenta horas, si cuentas tanto las horas del burro como las del chico. Pero si el burro y el chico estuvieran trabajando en el campo todo ese tiempo, yo podría, por ejemplo, plantar todo un campo de calabazas y cosechar cuatrocientas cincuenta y siete calabazas más cada año, que al precio actual alcanzarían para comprar vaca y media.

– Veo que lo tienes todo bien calculado, – dijo Nasrudín admirado. – ¿Por qué, entonces, no construyes un canal para traer el agua del río?

– ¡Eso no es bien simple!», – dijo el granjero. – En el camino hay una colina que deberíamos atravesar. Si pusiera a mi burro y a mi chico a construir un canal en vez de enviarlos por el agua, les llevaría quinientos años si trabajasen dos horas al día. Sólo me quedan otros treinta años más de vida, meses más, meses menos, u otros 6 y 3/4 si dejo el tabaco. Así que me es más barato enviarles por el agua.

– Sí, pero, ¿es que serías tú el único responsable de construir un canal? Sois muchas familias en el pueblo.

– Claro que sí, – dijo el granjero. – Hay cien familias en el pueblo. Si cada familia enviase cada día dos horas un burro y un chico, el canal estaría hecho en cinco años. Y si trabajasen diez horas al día, estaría acabado un año.

– Entonces, ¿por qué no se lo comentas a tus vecinos y les sugieres que todos juntos construyáis el canal?

– Pues mira, si yo tengo que hablar de cosas importantes con un vecino, tengo que invitarle a mi casa, ofrecerle té y azúcar, hablar con él del tiempo y de la nueva cosecha, luego de su familia, sus hijos, sus hijas, sus nietos. Después le tengo que dar de comer y después otro té con galletas y él tiene que preguntarme entonces sobre mi granja y sobre mi familia para finalmente llegar con tranquilidad al tema y tratarlo con cautela. Eso lleva un día entero. Como somos cien familias en el pueblo, tendría que hablar con noventa y nueve cabezas de familia. Estarás de acuerdo conmigo que yo no puedo estar noventa y nueve días seguidos discutiendo con los vecinos. Mi granja se vendría abajo. Lo máximo que podría hacer sería invitar a un vecino a mi casa por semana. Como un año tiene sólo cincuenta y dos semanas, eso significa que me llevaría casi dos años hablar con mis vecinos.

– Conociendo a mis vecinos como les conozco, te aseguro que todos estarían de acuerdo con hacer llegar el agua al pueblo, porque todos ellos son buenos con los números. Y como les conozco, te aseguro, cada uno prometería participar si los otros participasen también. Entonces, después de dos años, tendría que volver a empezar otra vez desde el principio, invitándoles de nuevo a mi casa y diciéndoles que todos están dispuestos a participar.

– Vale, – dijo Nasrudin -, pero entonces en cuatro años estaríais preparados para comenzar el trabajo. ¡Y al año siguiente, el canal estaría construido!

– Hay otro problema, – dijo el granjero. – Estarás de acuerdo conmigo que una vez que el canal esté construido, cualquiera podrá servirse del agua, tanto si ha contribuido o no  con su parte de trabajo correspondiente.

– Lo entiendo, – dijo Nasrudín. – Incluso si quisierais, no podríais vigilar todo el canal.

– Pues no, – dijo el granjero. – Cualquier avispado que se hubiera librado de trabajar, se beneficiaría de la misma manera que los demás y sin costo alguno.

– Tengo que admitir que tienes razón, – dijo Nasrudín.

– Así que como a cada uno de nosotros se nos dan bien los números, intentaremos escabullirnos. Un día el burro no tendrá fuerzas, otro día el chico de alguien tendrá tos, otro la mujer de alguien estará enferma, y el niño y el burro tendrán que ir a buscar al médico… Como a nosotros se nos dan bien los números, intentaremos escurrir el bulto. Y como cada uno de nosotros sabe que los demás no harán lo que deben, ninguno mandará a su burro o a su chico a trabajar. Así que la construcción del canal ni siquiera se empezará…

– Tengo que reconocer que tus razones suenan muy convincentes, – dijo Nasrudín

Se quedó pensativo por un momento, y de repente exclamó: – conozco un pueblo al otro lado de la montaña que tenía el mismo problema que vosotros tenéis. Pero ellos tienen un canal desde hace ya veinte años.

– Efectivamente, – dijo el granjero -, pero a ellos no se les dan bien los números…”

(cuento sufí del Mullah Nasrudín recopilado por Idries Shah)

Esta historia del loco y sabio maestro de la tradición sufí, Nasrudí, nos habla de la inutilidad de exagerar el análisis ante la toma decisiones. Esta actitud provoca el llamado PARÁLISIS POR ANÁLISIS. Obviamente, no es recomendable tomar decisiones sin pensar, a lo loco, pero un exceso de anticipación de todas las posibles circunstancias que pueden acontecer ante una decisión resulta en un bloqueo absoluto. ¿Cuántas veces te has quedado dando vueltas a una idea y has perdido el tiempo y la oportunidad de poner en marcha aquel proyecto que tan bien pensado tenías? Te aseguro que yo ya he tenido esa sensación de “eso ya lo había pensado yo antes” al ver a alguien que analizó menos e hizo más. Por eso te puedo decir: no pienses tanto y actúa.

“La mejor decisión es la que se toma”

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